Y por eso cada mañana en la oración estamos haciendo mención a las misiones. Queremos compartir con vosotros las palabras que se leyeron el miércoles, son testimonio de una de nuestras profesoras que hace 10 años participó en un proyecto misionero en África.
Hace ya diez años que me fui con la ONG Siempre Adelante a Guinea Ecuatorial y pasé un mes de mi verano en el colegio Carmen Sallés de Evinayong. A día de hoy, aún puedo decir que es una experiencia única y que marcó mi vida de un modo muy especial. Compartí la experiencia con otras cinco personas, cinco desconocidos para mí que querían, al igual que yo, dar un poquito de su tiempo a las personas que más lo necesitaban. Hoy, alguno de esos cinco desconocidos, se ha convertido en un gran amigo y sé que hoy, cada uno de los seis españoles que fuimos con intención de dar lo mejor de cada uno de nosotros, piensa que fuimos nosotros los que recibimos el mayor regalo. Fuimos a Guinea dispuestos a enseñar, dispuestos a dar nuestra ayuda, dispuestos a hablar de Dios en un pueblo y a unas personas que no lo tienen tan fácil como lo tenemos nosotros. Personas, que tenían que caminar cientos de metros cada día para ir a por agua potable, personas, que vivían en una choza junto a su familia (más que numerosa), sin cocina, sin habitaciones ni baños, sin luz eléctrica y sin agua corriente. Íbamos a enseñar a niños que venían al colegio sin zapatos o venían en chanclas, que se quitaban a la hora del recreo, porque no es fácil jugar con chanclas al fútbol, es más fácil jugar descalzo. Íbamos a enseñar a niños que te pedían quedarse más en el cole, porque era el sitio donde más felices eran. Íbamos a enseñar a personas que te preguntaban por dónde ibas a pasear esa tarde, simplemente porque querían acompañarte ya que estar con nosotros les hacía sentirse bien, les hacía sentirse importantes. Íbamos a enseñar a personas que hacían cola cada mañana para darnos la mano antes de entrar a la iglesia, como si fuésemos seis famosos en un photocall, solo porque sentían orgullo al dar la mano a alguien que había ido a enseñarles, a alguien que había ido a hablarles de Dios, simplemente, porque pensaban que Dios estaba más cerca de nosotros. Hoy en día, digo que fui a enseñar, que fui a hablar de Dios a personas más pobres que nosotros pero que volví sintiendo que los que me habían enseñado habían sido ellos a mí. Ellos me hicieron ver lo bonito que es un partido de fútbol cuando lo juegas con tanta pasión que no te importa correr descalzo por un suelo lleno de tierra y piedras. Aprendí a valorar lo importante y divertido que puede ser un parchís porque cuando es el único entretenimiento que tienes lo juegas con un sentimiento que no creía que se pudiera sacar, en un simple juego de mesa. Me hicieron ver que un paseo por un pueblo en mitad de la selva africana puede ser mucho más enriquecedor que pasear por la Gran Vía madrileña, sin luces, sin teatros, sin riquezas materiales, simplemente riendo o conversando con personas a las que les gusta estar contigo. Me enseñaron a valorar cada minuto, cada gesto, cada mano que te tendían. No tenían apenas para comer pero si ibas a visitarles te ofrecían lo poco que tenían porque para ellos era un honor que estuvieras allí. Los alumnos, me daban las gracias al salir de clase y me decían que ojalá no pasara nada que pudiera impedirles volver al día siguiente. Cantaban a Madre Carmen cada mañana con el mayor fervor y la mayor devoción que he visto nunca y su sueño era muy claro: querían estudiar para poder ser como nosotros. No tuve televisión, ni móvil, ni ordenador, pero no lo eché de menos. Estaba aprendiendo a ser feliz con lo que la vida nos ofrece sin tener que comprárnoslo y eso me lo enseñaron ellos. No me considero misionera, creo que la misión de un misionero es mucho más importante que lo que yo hice en ese mes, pero sí que creo que hay mucha, muchísima gente que necesita nuestra ayuda y que valora cada minuto y cada gesto que un misionero tiene con ellos.